Estos son apuntes random y honestos de una clase de la semana pasada. Una invitación a mirar nuestros miedos desde otro lugar, que espero les sume.
La sincronía de los temas que vamos tratando mes a mes ya no me sorprende. Esta semana de hecho pensé que era muy raro meternos en los miedos en un mes como septiembre. Septiembre trae luz, sol, primavera, la previa del verano, la gente realmente tiene otra sonrisa en la cara y se siente ese noséqué que aviva todo. Sobre todo en Chile, donde el invierno se siente bien invierno, y septiembre es el mes en que todo el país se viste de rojo azul y blanco para festejar las fiestas patrias con la llegada del calorcito. Esto es algo que sí envidio de la cultura chilena: ese fervor nacionalista al estilo “american dream” que se vive en la semana - por no decir el mes completo - del aniversario de su independencia. Pero, volviendo a los miedos, pensé que era bastante disonante el tema con el tiempo del año. Hasta que llego hoy a la clase habiendo pasado por una ecografía, una mamografía y un PET en el último día y medio.
Me sigo sorprendiendo de mi capacidad de disociar y funcionar cuando de estas cosas se trata. Creo que en un universo paralelo tipo MARVEL sería definitivamente un superpoder.
La cosa es que Juana nos pidió que pensáramos dónde habitan nuestros miedos, a qué le tenemos miedo y a qué ya no le tememos. ¿De qué me di cuenta? me preguntaría a mí misma muy gestalticamente. Los miedos que tenemos son un termómetro importante del momento evolutivo personal que estamos atravesando, así como un gps que nos indica muchas veces hacia dónde ir. Mucha es la fama que tiene el temor de ser paralizante, de frenarnos, lo ponemos muchas veces en el sillón del villano y lo juzgamos sin parar, intentando evitarlo en vano a toda costa. Pero ¿y si le damos un poquito más la palabra?
En mi primera década de vida tenía terror a quedarme a dormir en la casa de algunas de mis amigas y primas. Iba, porque tenía que hacerlo o porque me probaba a mí misma constantemente. Pero el estómago se me revolvía. Pasaba noches en vilo, me despertaba desorientada y asustada, me mordía la lengua tragándome la angustia y el deseo de pedir que llamen a mi mamá para que me busquen. Ni hablar cuando se iban de viaje. La sensación de abandono y desolación la siento aún en mi garganta. También tenía miedo de los perros grandes, de irme demasiado lejos en la playa, y de que me olviden en algún shopping. El mejor miedo que tuve creo que fue al heladero de los domingos en el barrio de las quintas en Rafaela. Sólo tenía que escuchar la corneta emblemática que anunciaba su llegada, para correr despavorida hacia adentro, frente a las risas de todos mis primos y tíos que no podían comprenderlo.
En mi adolescencia mis miedos se disfrazaron principalmente de vergüenza siempre. La vergüenza es la emoción que más recuerdo sentir en ese entonces. Tenía vergüenza de mi cuerpo que no paraba de cambiar, de todo lo que rodea a la pubertad: juntadas nuevas, primeros besos, salidas inocentes, mensajes de texto, exploración de identidad, vellos creciendo, menstruación. Mis miedos tenían que ver con todo aquello que me podía hacer sentir inadecuada o no aceptada por mis grupos. Pertenecer o morir. Pero creo que el mayor de los miedos de ese entonces era confirmar que había algo malo en mí, que era mala persona, que no merecía amor real. Y ese sí fue un fantasma que me acechaba cada noche en llantos silenciosos, y cada día en una obsesión acérrima por confirmar el cariño de mis amigas de la forma que sea posible.
Durante mis veintis mis miedos se agruparon en 2 básicamente: la pareja y la vocación. Lo peor que creía me podía pasar era que “el amor de mi vida” se vaya, y no encontrar mi pasión. Pasé años temiendo desde lo más profundo de mi alma no ser lo suficientemente atractiva, inteligente, sexual, empoderada, independiente, tierna, amable, deseable como pareja. No ser suficiente. Que mi novio me deje. La soledad. El sufrimiento era palpable y cotidiano. Cuando me dejó, temí no volver a ser feliz. No volver a amar y ser amada. No sentirme completa.
Me daba miedo además no encontrar ESO para lo que había nacido, algo tan claro como todos alrededor mío parecían tener. Algo por lo que trabajar sin sentir que era trabajo, como aman vendernos. Y sobre todo temía tanto fallar. No independizarme a la edad que tenía pensado, no seguir los tiempos adecuados que en mi mente estaban escritos en piedra. Estaba tan aterrada que aún cuando después de muchos años y terapia decidí cambiar de carrera, lo hice sin soltar la otra. Tan aterrada que me metí en cuanta disciplina, taller, curso, terapia, herramienta alternativa holística existiera para sentir que de alguna manera me estaba buscando, encontrando, develando. La idea de que podía estar perdiendo tiempo vital yendo por caminos que no eran los “correctos” para mí, me persigue hasta el día de hoy.
Con el tiempo llegaron otros temores, un poco más duros, reales, saturninos. Creo que tiene que ver con auto-percibirnos adultos. El miedo de migrar, de soltar todo, de convivir, de apostar a construir. El miedo de depender, este es de los peores. El miedo paralizante de salir a buscar trabajo en un país distinto. A no tener dinero. A no lograr estabilidad. A no ser buena en lo que hago. A fracasar de alguno de los mil modos de fracasar que existen. Todos cortados en seco obviamente por un tumor que decidió crecer bien tranquilo y parejo adentro de mi cuerpo. ¿Cómo explicar esto? No registro el recuerdo del miedo a la muerte, ni a la cirugía, ni a los procedimientos, ni al tratamiento…pero sí el miedo de sentir que había algo muy real que estuvo creciendo en mí por un tiempo largo sin yo saberlo. El miedo de verme distinta. El miedo de que mi pareja se quede por lástima. El miedo a no poder ser madre. El miedo de no llegar a ser todo lo que adentro mío sé que puedo ser.
No quisiera ahondar de todas maneras en los fantasmas de la enfermedad. Porque no me parecen mayores a todos los demás a propósito de este texto. Lo que realmente quiero decir es que si nos sentamos a reflexionar y sincerarnos con nuestros miedos pasados y presentes, podemos reinvindicarlo como mapa de nuestra evolución.
“Allí donde está el miedo, está tu tarea” dijo Jung alguna vez. Y ¡qué cierto! Miro en retrospectiva aquel terror a que mis amigas no me quieran, a perder mi pareja, a quedarme sola, y me abrazo fuerte porque sé que consumía cada céntimo de energía que tenía, pero ya no queda casi nada de eso en mí. Lo necesité. Sí, definitivamente. Porque a partir de ese miedo nació más tarde el deseo de tener vínculos sanos. Porque fue el portal de salida de una dependencia afectiva que me tendría por el piso hoy. Sin esas noches en vilo y la infinita cantidad de llantos llenos de angustia, no podría haber comprendido que las relaciones duran exactamente lo que tienen que durar para enseñarnos lo que necesitamos, ni un segundo más, ni un segundo menos. Que nos enamoramos y desenamoramos y está fuera de nuestro control. Que el amor real no se gana haciendo cosas para que nos amen. Que aceptarme con mis sombras no es ser mala persona. Que eso te libera. Que no hay tal pasión única que debemos descubrir para cumplir nuestra misión en esta vida. Que la evolución es justamente el camino, la prueba y error. Que no existen tiempos ni un camino correctos. Que la soledad es inevitable y hermosa. Que no puedo perder a nadie. Que migrar es una decisión de todos los días. Que el hogar se lleva con uno. Que aún cuando el peor miedo se concreta, y estás ahí tirada en el piso de tu habitación queriendo sacarte el corazón del cuerpo del dolor porque tu novio te cortó, la vida no se termina. La felicidad vuelve a presentarse, buscándote en cada rincón. La belleza no desaparece. Las oportunidades no cesan. Las puertas siguen abriéndose.
Y sé que ahí estaba mi tarea porque puedo decir con absoluta certeza que el mayor aprendizaje de aquella década en mi vida se trató de eso: aprender, practicar y cultivar la capacidad de crear vínculos en los que puedo ser en paz. Y además de cambiarme como persona, es el mayor tesoro que llevo conmigo a donde vaya.
Tal vez hoy la vida me está poniendo la tarea de dejar de dar la vida por sentada. Dejar de pensar que tengo tiempo. Animarme. Salirme de lo seguro. Apostar por mí.
O tal vez no, tal vez hoy no logro ver aún la lección, porque para eso se necesita tiempo y paciencia, y sobre todo, atravesar la experiencia.
Quizás es tiempo de sentarnos con nuestros miedos, mirarlos con curiosidad y dejarlos hablar. Quizás deseo y miedo son dos caras de la misma moneda. O no.
Lo que sí sé, es que ambos pueden ser motor.